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Pastel de Choclo
10 mazorcas de maíz grandes, ralladas o
picadas y molidas (8 tazas aproximadamente) 1/2 litro de leche sal, pimienta aceite 3 cebollas picadas finas un poco de ají colorado molido orégano, comino y albahaca fresca 330 gramos de carne de vacuno molida 6 presas de pollo cocidas o asadas 2 cucharadas de pasas 2 huevos duros rebanados 6 a 10 aceitunas 3 cucharadas pequeñas de azúcar granulada, para espolvorear |
El susurro del sol Siendo chicos nos íbamos al
maizal a buscar las mazorcas frescas que apuntaban al cielo con sus melenas
doradas. Erguido, el maíz sobrepasaba nuestras cabezas y sólo el estremecer de
las plantas me señalaba la presencia de mis hermanos entre los choclos
eligiendo los más tiernos. Volvíamos a casa con los brazos repletos,
perfumados de aquel aroma lechoso de esos suaves granos blanquecinos. Luego
desnudábamos las mazorcas suavemente bajo el parrón, cuidando de no romper sus
anchas hojas frágiles. Separábamos luego el pelillo que la abuela guardaba a
secar para usarlo de diurético. Las hojas se enrollaban como un pergamino y
servirían para envolver las humitas, una especie de tamal chileno. Aquello era
una fiesta. Cada mazorca era examinada atentamente por cada niño buscando
aquellos granos de color diferente que a veces se encuentran en el maíz fresco,
los había rojos y negros. Descubrir uno de esos granitos coloreados en un
choclo, permitía que aquel que lo encontrase diera un chirlo o un pequeño
golpe con dos dedos en el dorso de la mano a todos los demás chicos. La mañana se iba entre risas
y gritos infantiles. De la cocina los aromas de la carne frita, del orégano y
el comino nos alertaban las papilas. Mi padre llegaba con hojas de albahaca
fresca, las lavaba en el patio y un soplo de verano nos invadía los pulmones.
Traía un enorme cuchillo de cocina y cuidadosamente separaba el grano de la
coronta de las mazorcas. Sus manos, sus brazos y su rostro quedaban maculados de
pequeñísimos soles de oro y en un dos por tres los carozos del maíz se
acumulaban a sus pies. Mi abuela siempre recuperaba algunos para tapar botellas
y damajuanas. Un molinillo de metal era instalado en la mesa del patio y los
chicos nos turnábamos para hacerlo girar y moler el maíz, azúcar y hierbas.
Por fin, una masa clara y olorosa, dorada, salpicada de verdes pigmentos de
albahaca resultaba de aquella aventura infantil. Mi madre la recuperaba y se
perdía hacia la cocina. Ahora sólo quedaba esperar.
El horno de la cocina a leña doraba aquel plato, fundía los aromas, construía
lentamente esa mezcla de recuerdos untuosos y condimentados. Mis hermanos y yo
quedábamos un instante quietos, mirándonos en silencio. Como sorprendidos que
todo ese trajín eufórico, toda esa agitación matinal, ese lúdico ritual
pudiera concluir tan simplemente en un momento tan plácido y solemne, tan único
y sagrado. El maíz de mi casa se vestía
de infinidad de reflejos dorados cuando llegaba a la mesa humeante y perfumado.
Más tarde, entre aprobaciones y comentarios de la familia yo oía perfectamente
el susurro de sus hojas que llamaban quedo a la siesta que lentamente invadía
mi huerta.
Pedro Vásquez, Grenoble (38) |