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Pastel de Choclo

10 mazorcas de maíz grandes, ralladas o picadas y molidas (8 tazas aproximadamente)
1/2 litro de leche
sal, pimienta
aceite
3 cebollas picadas finas
un poco de ají colorado molido
orégano, comino y albahaca fresca
330 gramos de carne de vacuno molida
6 presas de pollo cocidas o asadas
2 cucharadas de pasas
2 huevos duros rebanados
6 a 10 aceitunas
3 cucharadas pequeñas de azúcar granulada, para espolvorear

 

  1. Cocine el maíz a fuego suave, sin dejar de revolver hasta que pierda el sabor a crudo, a medida que se va cocinando, añada cantidades de la leche. Deben quedar cremosos, por lo tanto, añada más leche si fuese necesario. Sazone con sal y pimienta. (Se puede usar maíz en conservas, 6 tarros medianos: basta molerlo en un molinillo eléctrico pues ya está cocido).
  2. Freír bien la cebolla en el aceite, añada el ají, orégano, comino, pimiento y la carne molida, deje cocer unos minutos a fuego suave.
  3. Vierta este pino a una fuente o individuales. Distribuya en ellos los trozos de pollo, las rebanadas de huevo, aceitunes y cubra completamente con la mezcla de la pasta de maíz.
  4. Espolvoree con el azúcar y lleve a horno caliente con llama vertical a gratinar. Retirar y servir inmediatamente.

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El susurro del sol

Siendo chicos nos íbamos al maizal a buscar las mazorcas frescas que apuntaban al cielo con sus melenas doradas. Erguido, el maíz sobrepasaba nuestras cabezas y sólo el estremecer de las plantas me señalaba la presencia de mis hermanos entre los choclos eligiendo los más tiernos. Volvíamos a casa con los brazos repletos, perfumados de aquel aroma lechoso de esos suaves granos blanquecinos. Luego desnudábamos las mazorcas suavemente bajo el parrón, cuidando de no romper sus anchas hojas frágiles. Separábamos luego el pelillo que la abuela guardaba a secar para usarlo de diurético. Las hojas se enrollaban como un pergamino y servirían para envolver las humitas, una especie de tamal chileno. Aquello era una fiesta. Cada mazorca era examinada atentamente por cada niño buscando aquellos granos de color diferente que a veces se encuentran en el maíz fresco, los había rojos y negros. Descubrir uno de esos granitos coloreados en un choclo, permitía que aquel que lo encontrase diera un chirlo o un pequeño golpe con dos dedos en el dorso de la mano a todos los demás chicos.

La mañana se iba entre risas y gritos infantiles. De la cocina los aromas de la carne frita, del orégano y el comino nos alertaban las papilas. Mi padre llegaba con hojas de albahaca fresca, las lavaba en el patio y un soplo de verano nos invadía los pulmones. Traía un enorme cuchillo de cocina y cuidadosamente separaba el grano de la coronta de las mazorcas. Sus manos, sus brazos y su rostro quedaban maculados de pequeñísimos soles de oro y en un dos por tres los carozos del maíz se acumulaban a sus pies. Mi abuela siempre recuperaba algunos para tapar botellas y damajuanas. Un molinillo de metal era instalado en la mesa del patio y los chicos nos turnábamos para hacerlo girar y moler el maíz, azúcar y hierbas.  Por fin, una masa clara y olorosa, dorada, salpicada de verdes pigmentos de albahaca resultaba de aquella aventura infantil. Mi madre la recuperaba y se perdía hacia la cocina.

Ahora sólo quedaba esperar. El horno de la cocina a leña doraba aquel plato, fundía los aromas, construía lentamente esa mezcla de recuerdos untuosos y condimentados. Mis hermanos y yo quedábamos un instante quietos, mirándonos en silencio. Como sorprendidos que todo ese trajín eufórico, toda esa agitación matinal, ese lúdico ritual pudiera concluir tan simplemente en un momento tan plácido y solemne, tan único y sagrado.

El maíz de mi casa se vestía de infinidad de reflejos dorados cuando llegaba a la mesa humeante y perfumado. Más tarde, entre aprobaciones y comentarios de la familia yo oía perfectamente el susurro de sus hojas que llamaban quedo a la siesta que lentamente invadía mi huerta.                                                                

                           Pedro Vásquez, Grenoble (38) 

    
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