Si sólo he de conservar
un único recuerdo gustativo de mis numerosas estancias en España, éste es…
Estamos por la mañana, el calor veraniego que emploma las tardes zaragozanas no
se ha instalado todavía. Hemos tomado el trolebús de dos pisos para llegar
hasta el centro. Bajo los soportales que bordean la calle principal cuyo nombre
olvidé, hace fresco. El bar es bastante acomodado, mi tía presume de su
pertenencia a una middle classe a lo americano, ella es quien me dará a
descubrir mis primeras amburguesas.
Nos colocamos con algún ceremonial en torno a una mesa redonda, los camareros
tienen cierta clase. Y entonces, nos sacan unas tazas grandes llenas de un
maravilloso chocolate espesísimo
en el que mojar los mejores churros que comí en mi vida.
Me gusta el contraste entre el churro crujiente y la untuosidad de la bebida. La
sencillez del manjar es para mí y mis papilas completamente representativa de
la comida española, sabrosa, eficaz y sin cumplidos.
Hubiera podido evocar del mismo modo
otros ambientes de bares, más relajados, en los que cada cual se sirve en la
barra, indeciso ante las múltiples variedades de tapas. Pero mi preferencia va
a aquella atmósfera algo romántica, vinculada en mi mente a «Vacaciones
romanas», la historia encantadora
de un encuentro entre un periodista descarado y una princesa traviesa, que tanto
me gustó en mis años color de rosa.
Lolite Dugit, Grenoble (38)
|